martes, 9 de agosto de 2011

Esperando con un óbolo en la mano.

Caronte siempre hace lo que quiere. Si así lo deseaba, las almas iban al Inframundo a ser juzgadas. Sin embargo, si él decidía lo contrario, éstas debían esperar hasta que el barquero se apiadase de ellas. Es como un niño con una bolsa de golosinas, que decide cuáles quiere comerse y cuáles no.
A veces, daba la sensación de que le divertía. Al elegir al alma que llevaría en su barca, lo primero en lo que se posaba su vista era en la mano de ésta, y en los óbolos que traía consigo. A partir de ahí, juzgaba si merecía o no cruzar el río.
Había un silencio mortal. Lo único que lo rompía, era los ahogados gritos de los cadáveres que asomaban por el río. Caronte movía la cabeza con lentitud, tanta que apenas se distinguía el movimiento. Todo sonido que se escuchaba paró, como si los cadáveres hubieran muerto de nuevo.
Una sombra subió junto al barquero. Era el alma en pena de un hombre joven con cinco óbolos. En un abrir y cerrar de ojos, ya no había ninguna barca en la orilla.


(Era el hombre de mi izquierda).

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